las aventuras de tiori

ESCRITO POR FRAY RICARDO DÍAZ VARGAS T.C.,
TRANSCRITO POR BRANDON ANDRÉ GÜELL DÍAZ EN 2018

Isla del Coco

UNA VEZ que estaba en la Isla del Coco, se me ocurrió darle la vuelta a la Isla. Salí en la mañana y sentí que era una gran aventura. Solo el hecho de estar allá me producía una sensación de plenitud, de encuentro, de cercanía.


Caminaba por las rocas y observaba los pececillos. También dirigía la mirada hacia el horizonte en el mar y descubría el lugar que yo ocupaba en ese momento. Caminando, encontraba positas como de película; recordaba La Laguna Azul, Flipper, y todas aquellas películas que producían en mi deseos de tener oportunidad de vivir en un lugar así, y en ese momento lo estaba viviendo.


Al mucho caminar las olas ya no me permitían distinguir los sonidos, estaba absorto en lo que veía, en la sensación del viento, y el sol sobre mi cuerpo. De pronto, emergiendo del mar, descubrí una roca que formaba un arco. Estaba un poco adentro, pero me invitaba espantosamente a poseerla, a atraparla, a hacerla mía. No me pude contener y sin pensarlo, nadé hasta la base de la roca y comencé a escalar. Al principio fue fácil, pero conforme ascendía la dificultad fue creciendo, al punto de que temblaba a la hora de mover un pie o una mano pues al volver a ver hacia abajo, tome conciencia de que si resbalaba, no quedaba ni este cuento. Ni modo; no podía bajar y seguí subiendo sin saber que haría para descender. Sentía la espalda tostada por el sol, aunque mi cuerpo estaba empapado de sudor y me ardía en los raspones que me hacia en las rocas. Cuando me di cuenta casi alcanzaba la meta, y al dar el último trepón, ¡cuack! casi me muero. Mi cara quedó frente al pico abierto y gritón de una pata aguja que estaba calentado sus huevos. De ahí no supe que más paso, cuando me di cuenta estaba de nuevo en la orilla y las piernas poco a poco me dejaban de temblar. Años después me di cuenta que los ángeles de la guarda sí existen.


“¡Bueno!” pensé, “lo mejor es que regrese al campamento”. Ya era la tarde, tenía hambre y estaba un poco asustado. Camine más de prisa, presentía algo, no sé, sentía como mariposas en el estómago, y… ¡sorpresa! Las positas que yo había pasado todo “lirin, lirin”, ahora eran piscinas enormes, profundas y llenas de tiburones. ¿Qué haría? No me podía quedar ahí. No lo pensé mucho y ¡zuas! Me persiné y me tiré de consumida y nadé creo que más veloz que Sylvia Poll. Salí al otro lado, me revisé; estaba completo. Observé los tiburones. No eran tan re-grandes, pero si lo suficiente y estaban un poco alborotadillos. Eran como 6 o 7 y seguro comentaban sobre el rayo veloz que habían visto pasar.


Esto me pasó 3 veces en el regreso; cuando llegué a la playa ya era tardillo, las 4pm tal vez. Me encontré un compañero que me preguntó, “¿Que se había hecho?” y yo le respondí, “¡Ah! Andaba por ahí caminando un poquillo”.


Cojí la cuerda, saque un pescado, lo arreglé, lo cociné, me lo comí, y me fui a ver el atardecer solo en la playa frente al mar. Ese día el atardecer fue celeste.

Braulio Carrillo

UNA VEZ trabajaba yo en el Parque Nacional Braulio Carrillo. Estábamos planificando el desarrollo del parque y era necesario conocerlo completamente. Varias veces sobrevolé por todas las montañas y desde el avión parecían los árboles bombones que invitaban a tirarse. También las cataratas parecían que subían hacia el cielo. Muchas veces caminaba por el parque y casi siempre había mucha agua.
Una vez decidimos atravesar el parque por un lugar que nadie conocía. Pensamos que lo podíamos hacer en unos 5 días. Íbamos 4, dos gringos y dos ticos. Comenzamos en una montaña alta donde hacía mucho frío. En el día caminábamos y caminábamos y seguíamos caminando. Adentrando en ese parque, era trepar y bajar montañas pero de tal forma que a las horas uno ya no aguantaba; a los dos días teníamos los hombros morados de cargar el salveque totalmente mojado porque me parecía que nunca dejo de llover. A este tiempo ya no hacía tanto frio pero llegaron los “tabonos” (un moscón que pica duro) y en los brazos tenía manchas de sangre de estarlos matando encima de mi carne. A los cuatro días para dar un paso era necesario dar un machetazo. Por supuesto las ampollas no tardaron en aparecer y hasta en los dedos tenía ampollas de estar sacando la brújula a cada rato.


Recuerdo que para comer cortábamos hojas, nos las poníamos en la cabeza de sombrilla, y comíamos mantequilla de maní, leche condensada, y cosas así que nos dieron mucha energía. Como si fuera poco, cuando llegaba la noche, aunque estábamos muertos de cansados y podríamos dormir parados, cortábamos muchas hojas y poníamos la tienda de campaña que quedaba flotando, y cuando uno se acostaba, quedaba haciendo burbujas porque el agua le tapaba la mitad de la nariz… ¡pero estábamos tan cansados!


Los ríos eran los que supuestamente nos guiaban, pero aparecían unos que no se registraban en los mapas porque como los hacen con fotos y como ahí la vegetación es tan tupida, algunos ríos no salieron en la foto y por supuesto tampoco en el mapa. Cruzarlos era cosa seria. Nos volvíamos a ver como despidiéndonos y nos tirábamos y sin mentir, tal vez podíamos salir unos 100 metros más abajo y un poco golpeados. Cuando nos juntábamos de nuevo, cogíamos aire, y continuábamos.


Ya habían pasado los 5 días y estábamos perdidos. Ni el mapa, ni la brújula, ni el cielo. Sentía ganas de gritar, de llorar, de salir corriendo, pero ¿para donde? Dos días más pasaron de saber que talvez en el próximo paso podría haber una culebra pues abundaban y con costos podíamos caminar sin ver donde poníamos los pies. Por fin comenzamos a ver potreros, cercas, civilización. ¡Señor que grande eres como nos cuidas!


Salimos súper grandes nosotros de ahí. Apenas cabíamos los cuatro en la calle. Nos habíamos hecho anchos, grandotes, y teníamos una cara y una facha que asustaba. En las primeras casas que nos vieron se escondían, pero nosotros estábamos felices. Antes de llegar a un pueblo nos rodearon los bomberos, la patrulla, y otro carro que nos detuvieron, nos llevaron a la policía de Guápiles y ahí nos identificamos. Nos recomendaron un hotel, nos bañamos, y los gringos se durmieron antes de terminar. Nosotros nos fuimos a bailar a la disco “El burro armado”. Una loquera, sí claro, no era para menos, tenía que festejar.


Al día siguiente en el tren observaba el bosque que se veía tan acogedor y apacible como en realidad es. Esta tal vez fue la gira más dura que hice en parques y hoy le doy gracias a Dios por ella.

Santa Rosa

UNA VEZ cuando yo trabajaba en Santa Rosa me tocó vigilar el puesto de la entrada que estaba a 8 kilómetros de la casa donde vivía. Eso me gustaba mucho por que veía las estrellas hasta cansarme y descubría los misterios míos y de la noche. Aunque claro, lo horrible era el zancudero, pero ni modo. Bueno, la cosa es que después de estar la noche ahí, a uno le tocaba el día siguiente libre. Para mí era lo máximo. Cogía mi caballo, que se llamaba “Todos me quieren”, un atún, unas tortillas, dos cantimploras de agua, y nos íbamos él y yo para la playa. Creo que nunca había caminado tanto; eran 12 kilómetros para llegar a playa Naranjo. En el camino me entretenía imaginándome todas las historias de aventuras que podía y disfrutaba viendo animales; pizotes, monos, saínos, y venados que al paso me daban la bienvenida.


Cuando llegaba a la meta, el mundo cambiaba. La playa es muy larga, plana, y solitaria. Tenía la certeza de estar solo en un lugar tan abierto, tan inmenso, y claro, tan extenso como el cielo. Buscaba un matorral y guardaba todo lo que andábamos encima, bueno, no todo. Al caballo le dejaba la rienda, esta parte con solo recordarla uno, lo hace volar alto.


Me montaba en el caballo que era blanco como las nubes y corría a galope en la línea donde las olas reventaban en la playa. Con las patas el caballo tiraba agua hacia arriba que mojaba mi cara y poco a poco todo mi cuerpo. Cuando los dos estábamos completamente empapados, me bajaba del caballo y nos metíamos en el mar hasta la mitad de la panza del caballo. Ahí lo terminaba de bañar y luego él salía y me esperaba en la playa. Ahí el agua es más clara que la misma transparencia, yo me compenetraba tanto en él que difícilmente me distinguía.


Casi siempre me bañaba en frente a la “Peña Bruja”, una gran piedra que había en el mar. Estando ahí me parecía que Dios me hablaba; que Él era mi amigo, mi compañero. En ese entonces yo no lo entendía, pero en el fondo de mi corazón sabía que era así.


Almorzaba, nos poníamos la ropa, y regresaba a la casa. Dejaba el caballo en el potrero junto a la casa, jugaba con las culebras que tenía en el cuarto, y después subía a una montañita detrás de la casa y saboreaba el atardecer que en Guanacaste se parece a un incendio de verano. Cantaba… cantaba mucho.

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